Cuenta la leyenda urbana que una vez existió un pueblo donde los burros trabajadores, así no fueran muy entrenados ni "estudiados", ni de orígenes ilustres, eran muy cotizados porque además de contribuir al transporte básico de las personas, llevaban cargas, trasteos, lucían vanidosos en las ferias y hasta gozaban con ellos los niños, a la manera del famoso burrito Platero que inmortalizó el poeta Juan Ramón Jimenez.
Allí entonces llegó un joven citadino inteligente, amante de los animales, que de una vez quería disponer de un asno seguramente para iniciar actividades comerciales o para tener, a tono con el pueblo, su vehículo particular de transporte. Fue en seguida a la casa de un rico campesino, reconocido traficante de borricos, que negociaba docenas de ellos a diferentes precios según las edades y las capacidades de cada uno. Los buenos bordeaban los 50 mil pesos y los mejores rondaban los 100 mil.
El joven, como era de noble familia, y contaba con buen efectivo, se compró uno entre bueno y óptimo, pero, último modelo, con máximos lujos, es decir, con suprema presencia según el juicio de sus propios ojos el día del negocio. El campesino recibió el dinero y la concesión de entregarle el jumento la mañana siguiente, dizque para tener tiempo suficiente de bañarlo, perfumarlo y ponerlo a punto.
Sin embargo, al otro día, el negociante, como dicen los ancestros, le salió con curvas. Una vez que lo saludó con interesada amabilidad, le informó con fingida voz de preocupación:
––Lo siento mucho, hijo, le tengo muy malas noticias... el burro que tú compraste ayer por la tarde, se murió inesperadamente por la noche.
El joven sorprendido le pidió al vendedor entonces otro burro vivo y bueno, a cambio del difunto. El zorro negociante le replicó que ya los otros estaban comprometidos, no con las burras del establo, sino con otros clientes del pueblo.
––¡Bueno, ––replicó el joven–– entonces devuélvame la plata.
––No puedo. ––Contestó el viejo–– La gasté precisamente anoche con la doctora de la veterinaria... bueno, no "con ella", sino en drogas y en algunos otros menesteres. Además, el burro ya era tuyo. Ya habías pagado por él. Lo lamento sinceramente. ––Y agregó con sorna––: Esa "platica" se perdió.
El joven se dio cuenta de que el estafador no iba a devolverle el capital, así que optó por otra estrategia:
–– ¡Bien, no hay problema, entrégueme entonces el cadáver del burro!
––¿Para qué quieres al finado? ¿Qué vas a hacer con él?
––Lo voy a rifar.
El viejo vendedor de burros lo miró de pies a cabeza, como diciendo: "Este chino se volvió loco, ¿Cómo se le ocurre rifar un burro muerto?
––Por supuesto que no le voy a decir a nadie que está muerto. ––Agregó–– Y ahora mismo empiezo a vender las boletas.
A la semana siguiente, el joven se volvió a encontrar con el engañoso vendedor de burros, el cual le preguntó enseguida qué había pasado con la rifa del burro muerto. A lo cual respondió complacido el joven astuto, mientras el viejo abría los ojos, incrédulo:
––Gané más del doble.
––¿Acaso nadie se dio cuenta? ¿Nadie se quejó?
––¡Sí, claro! Se quejó el ganador cuando vio su premio estirado y tieso. De inmediato le expliqué que desgraciadamente el burro se había muerto la misma noche del sorteo. Pero que yo le respondía por el premio. En consecuencia, le reconocí los ochenta mil pesos que valía el burro vivo. Aún así salí ganando.
Un tanto avergonzado por lo sucedido, y dándose cuenta de que había obrado injustamente, al viejo vendedor se le conmovió el corazón y le ofreció disculpas al muchacho por el fraude. Acto seguido, buscó en sus bolsillos un fajo de billetes para devolverle los ochenta mil pesos que le había pagado por el burro vivo. El joven sonriendo aceptó las disculpas y el dinero. Y le pidió que le vendiera otro burro, pero esta vez, entrega inmediata y vivo, por supuesto. Tanta gracia le causó al abuelo la actitud abierta y los valores personales del joven que, según cuenta la leyenda, el negociante le regaló entusiasmado un burro óptimo de cien mil y lo contrató de una como administrador de sus prósperos negocios asnales.