Nos estaba recitando precisamente el Nocturno de Asunción Silva y cuando llegó a la parte de "¡Sentí frío!", el hombre, tiritando, crispó las manos y se le quebró la voz como si de verdad se estuviera congelando. Y de paso nos contagió a todos: Nos provocó esa sensación de piel de gallina, de escalofrío y de infinitas ganas de llorar al lado del poeta por la amada que se le había ausentado para siempre. Pero un rato después, como si estuviera poseído por el espíritu del mismo Adolfo Becquer, recitó algunas de sus más lindas rimas; y fue cuando el corazón, ya sin el "frío del sepulcro" se nos puso ardiente, coquetón y blando como una melcocha.
Pero nos aguantamos después de todo, no sin antes grabar en las neuronas la firme moraleja de que a las actuaciones de la vida, sean sencillas o complejas, hay que sazonarlas con muchas ganas y mucha emoción para que cobren mejor sentido y obviamente más sabor.
Algún tiempo después, cuando mi espíritu juvenil se ocupaba en experimentos vocacionales, me correspondió una mañana compartir frente al Sagrario la oración de las Laudes y el Oficio de Lectura con un sacerdote joven y entusiasta. Al momento de las preces y de las súplicas, mi fervoroso correligionario, se puso de pie de un salto y rogó: "¡Dános, Señor, FUEEERZA para luchar!" (Cuando llegó a la palabra "fuerza" de verdad que le aplicó bastante fuerza. Naturalmente a mí también se me pegaron sus ganas impetuosas de rezar con energía. Entonces para no ser menos y quedarme atrás, me puse de pie también de un brinco y contesté con voz ardiente: "¡Te ROOOGAMOS, Señor!"
Todo iba piadoso y bien hasta ahí. Pero después nos atacó la tentación imparable de risa, tan intensa como irreverente, que nos obligó –por lógico respeto– a abandonar la capilla. Sin embargo, de aquella valiosa escena me quedó la idea obstinada de que uno debería dejarse guiar por la convicción y los inspirados impulsos internos, claro está que sin caer en la tentación de tomarse las responsabilidades en broma.
Tiempo después llegaría al pueblo un personaje de edad, de persuasivo discurso, de origen supuestamente japonés, quien dijo llamarse Takamura y ser experto en el fascinante arte de la magia oriental. Y de ahí al acto no hubo trecho. Montó con el beneplácito de las autoridades del lugar, vistosas y convincentes sesiones de ilusionismo, a las cuales todo el pueblo asistía incluso con más espíritu que a las prédicas de la Misa.
Por breve tiempo compartió con nosotros su palabra ágil y amena, su simpatía descomplicada, el supuesto don de descubrir cartas de naipes pensadas por el público, el trueque de pañuelos por palomas, el trámite veloz de sus manos capaces de permutar el vacío triste de una alcancía por el rico tintinear de monedas alegres en su interior.
Este singular artista distaba mucho de ser predicador común o maestro corriente. Sin embargo, hacía bien el papel de figura amable y pintoresca cuya cátedra viviente, nos transmitía rasgos distintivos del fundador de los Salesianos, Juan Bosco.
Este célebre educador italiano, en sus fecundos años de actividad con jóvenes, lideró una pedagogía abierta a lo positivo, a la acción, al gozo de existir, a la encarnación de los valores, como una de las más potentes metodologías vivenciales capaz de suscitar sentimientos nobles en la intimidad de las personas; y de provocar con ello, naturalmente, efectos positivos en cualquier proceso humano y en cualquier sistema social.